La ciencia reduce la frontera con el mundo animal
Investigaciones impulsan mayor respeto por otras especies y están impactando el campo del derecho.
En las guerras y otras luchas a muerte se suele apelar a la barbarización del enemigo, a transformarlo en un animal para poderlo matar con tranquilidad. “Perro” y “perra” son insultos en varios idiomas. De hecho, la misma etimología de la palabra ‘bárbaro’ está relacionada con el balbuceo de quienes no hablaban griego y, por lo tanto, no eran hombres sino animales. Curiosamente, con el paso de los siglos se observa cada vez más el procedimiento contrario: aunque todavía de manera marginal, es creciente la tendencia a humanizar los animales para dejar de matarlos.
En ese camino, la ciencia ha hecho mucho al generar un volumen de conocimiento que no hace otra cosa que ratificar a Darwin en el sentido de que todas las especies están emparentadas por un mismo origen; se han acumulado hasta el hartazgo evidencias de que nadie está en ninguna cúspide. Es que, sí, el ser humano no tiene nada que le sea tan exclusivo. ¿Lenguaje? Muchos animales poseen sistemas de comunicación. ¿Cultura? Se encontraron rasgos culturales en poblaciones de simios. (¿No lo creen? Basta revisar los cientos de estrictos ‘papers’ científicos publicados al respecto).
De a poco, como desperezándose del sueño del ser humano como rey de la creación, la certeza de que no hay tanta distancia entre humanos y animales comienza a crecer y a derramar consecuencias sobre ámbitos sociales. Lo hace desde relevamientos profundos, como el que reunió una amplísima serie de estudios en decenas de comunidades salvajes de chimpancés.
Sociedades mixtas
Allí se observa que los simios son capaces de transmitir conocimientos entre sí (los investigadores hablan de “rasgos culturales y conductuales”) y, asimismo, que esa reproducción de conocimientos puede verse afectada por la cercanía humana. Los chimpancés son capaces de dar a los objetos una utilidad “no natural”: algunos usan palos a modo de lanzas, otros mantienen la costumbre de amontonar piedras que luego lanzan a manera de ritual, o hacen ruidos con hojas para comunicar mensajes. Cualquiera diría que el chimpancé es demasiado parecido al ser humano, lo cual es indudable; pero el asunto es que hay también ejemplos de transmisión de información y resolución de conflictos a través de la comprensión (y no meramente el azar o la conducta ciega) en aves como los cuervos, e incluso en invertebrados como el pulpo. Por no mencionar a hormigas y abejas, que se comportan en ocasiones como si fueran un solo superorganismo en sus nidos y panales.
Pero si acaso los estudios son farragosos, demasiado fríos y racionales, y requieren tiempo y paciencia, para eso están las imágenes, como dice el falaz refrán. Ver un chimpancé que hace un uso velocísimo y con un alto nivel de destreza de un teléfono celular inteligente impresiona y sorprende en iguales cantidades (lo que hizo las delicias en las redes).
“La tesis de la excepcionalidad humana, la idea de que las cosas que operan en los otros animales no operan en nosotros, además de erosionarse a medida que se la investiga, tiene algunos efectos que, cuando cesen, van a cambiar (buena parte de) nuestro mundo”, explica.
Ellos como nosotros y nosotros como ellos. Sigue Ferrari: “Aceptar que tenemos instintos y somos producto del proceso llamado evolución nos repone en nuestro lugar de simios con las características de los otros simios (cazadores, combatientes, eróticos). Digo aceptar porque esto, en el campo de las ciencias del comportamiento, hace décadas que se ha verificado. De hecho, Darwin afirmaba que la diferencia entre humanos y otros animales es de grado, cuantitativa; no cualitativa”.
Una conclusión que podría implicar, quizás a largo plazo, cambios radicales, incluso a nivel legislativo. “Deberemos asumirnos como sociedades mixtas, formadas por distintos seres. Deberemos hacernos cargo del impacto que en la sentiencia y la cognición de esos seres tienen nuestras acciones. Y eso se deberá reflejar en nuestras leyes”, concluye el etólogo.
El tema es dónde está el límite, ya corrido (si bien tímidamente) hacia los otros primates. El orden ¿lógico? sería pasar luego hacia los mamíferos; primero los domésticos, luego los más simpáticos (delfines, ballenas, osos panda). ¿Se extenderá hacia otros menos simpáticos como roedores o murciélagos? ¿Llegarán a tener las promulgaciones de los derechos de la naturaleza (como las que figuran en la Constitución de Ecuador y en la Ley Nacional de Bolivia) la influencia que tuvo la Declaración de los Derechos del Hombre tras la Revolución francesa de 1789?
Al amparo de la ley
Otro asunto es tener o no tener una “teoría de la mente” de los animales; es decir, considerar que ellos también procesan la información como cualquiera de nosotros. Eso sería el fin de la idea del animal como autómata y el fin también –o al menos la restricción a algunos ámbitos– de cierto conductismo que indica que, en función de la información que se les aporte, ellos tendrán siempre la misma respuesta.
En su libro ‘¿Qué dirían los animales... si les hiciéramos las preguntas correctas?’ (Cactus), Vinciane Despret, filósofa de las ciencias belga, señala: “A lo largo de todas mis investigaciones, he constatado que los animales son acusados de falta de autonomía mucho más rápidamente que los humanos”, como si cada ‘Homo sapiens’ fuera un dechado de emancipación.
A poco que se recorra este camino, surgen preguntas sobre el nuevo estatus legal que podrían llegar a tener esos seres que sienten, qué clase de amparo legal se les debería garantizar, y si debiera catalogarse como “crimen a la naturaleza” el ataque a los lugares donde viven los animales con motivo de la expansión económica.
En esta línea, es paradigmático, incluso a nivel mundial, el caso de la orangutana Sandra, reconocida por la justicia argentina como sujeto de derechos, entre ellos a la vida y a la libertad, tras más de veinte años de permanecer en el zoológico de Buenos Aires. Una ONG presentó un ‘habeas corpus’ que fue denegado en primera instancia, pero que finalmente fue aceptado. Se la calificó como “sujeto no humano”.
Es decir, ya no es un objeto y tiene un nombre humano, como suele suceder cada vez con más frecuencia con los animales domésticos. En apariencia, y al menos según ciertas interpretaciones, no haría falta impulsar demasiadas reformas de las leyes para hacer efectivo este nuevo tipo de posicionamiento frente al universo animal. Por lo pronto, la organización de defensa de los derechos animales Peta (siglas en inglés de People for the Ethical Treatment of Animals) ya ha presentado querellas en tribunales de Estados Unidos con base en una de las enmiendas de la Constitución estadounidense.
Son principios que podrían aplicarse al bienestar de los animales destinados al consumo humano; de hecho, existen iniciativas para mejorar su calidad de vida antes de sacrificarlos. Un ejemplo es Escocia, en donde se dispuso la instalación de sistemas cerrados de televisión dentro de los mataderos para supervisar que la normativa funcione correctamente. De todos modos, se trata de casos aislados: supondría gran cantidad de recursos económicos llevar estas disposiciones a los casi 120.000 pollos, 3.000 cerdos y conejos, y más de mil vacas que, según cálculos, son sacrificados cada minuto en todo el mundo, sin contar especies marinas.
En ese contexto, parecen sumarse razones para el aparentemente progresivo aumento del vegetarianismo: ‘los animales sienten y sufren, corresponde éticamente no comerlos’. O incorporarlos a nuestra dieta, pero reduciendo en todo lo posible su sufrimiento, como propone el filósofo australiano Peter Singer.
Mientras tanto, el informe sobre la pérdida de biodiversidad lanzado el 6 de mayo por la plataforma intergubernamental Ipbes desde París es concluyente: el humano está acabando con la naturaleza a pasos agigantados. Si pensar en la proximidad entre seres humanos y animales implica también considerar el respeto al entorno natural que nos cobija, la pregunta es qué llegará antes, ¿el respeto jurídico integral a la naturaleza o su destrucción? Se abren las apuestas.
FUENTE: EL TIEMPO
En las guerras y otras luchas a muerte se suele apelar a la barbarización del enemigo, a transformarlo en un animal para poderlo matar con tranquilidad. “Perro” y “perra” son insultos en varios idiomas. De hecho, la misma etimología de la palabra ‘bárbaro’ está relacionada con el balbuceo de quienes no hablaban griego y, por lo tanto, no eran hombres sino animales. Curiosamente, con el paso de los siglos se observa cada vez más el procedimiento contrario: aunque todavía de manera marginal, es creciente la tendencia a humanizar los animales para dejar de matarlos.
En ese camino, la ciencia ha hecho mucho al generar un volumen de conocimiento que no hace otra cosa que ratificar a Darwin en el sentido de que todas las especies están emparentadas por un mismo origen; se han acumulado hasta el hartazgo evidencias de que nadie está en ninguna cúspide. Es que, sí, el ser humano no tiene nada que le sea tan exclusivo. ¿Lenguaje? Muchos animales poseen sistemas de comunicación. ¿Cultura? Se encontraron rasgos culturales en poblaciones de simios. (¿No lo creen? Basta revisar los cientos de estrictos ‘papers’ científicos publicados al respecto).
De a poco, como desperezándose del sueño del ser humano como rey de la creación, la certeza de que no hay tanta distancia entre humanos y animales comienza a crecer y a derramar consecuencias sobre ámbitos sociales. Lo hace desde relevamientos profundos, como el que reunió una amplísima serie de estudios en decenas de comunidades salvajes de chimpancés.
Sociedades mixtas
Allí se observa que los simios son capaces de transmitir conocimientos entre sí (los investigadores hablan de “rasgos culturales y conductuales”) y, asimismo, que esa reproducción de conocimientos puede verse afectada por la cercanía humana. Los chimpancés son capaces de dar a los objetos una utilidad “no natural”: algunos usan palos a modo de lanzas, otros mantienen la costumbre de amontonar piedras que luego lanzan a manera de ritual, o hacen ruidos con hojas para comunicar mensajes. Cualquiera diría que el chimpancé es demasiado parecido al ser humano, lo cual es indudable; pero el asunto es que hay también ejemplos de transmisión de información y resolución de conflictos a través de la comprensión (y no meramente el azar o la conducta ciega) en aves como los cuervos, e incluso en invertebrados como el pulpo. Por no mencionar a hormigas y abejas, que se comportan en ocasiones como si fueran un solo superorganismo en sus nidos y panales.
Pero si acaso los estudios son farragosos, demasiado fríos y racionales, y requieren tiempo y paciencia, para eso están las imágenes, como dice el falaz refrán. Ver un chimpancé que hace un uso velocísimo y con un alto nivel de destreza de un teléfono celular inteligente impresiona y sorprende en iguales cantidades (lo que hizo las delicias en las redes).
“La tesis de la excepcionalidad humana, la idea de que las cosas que operan en los otros animales no operan en nosotros, además de erosionarse a medida que se la investiga, tiene algunos efectos que, cuando cesen, van a cambiar (buena parte de) nuestro mundo”, explica.
Ellos como nosotros y nosotros como ellos. Sigue Ferrari: “Aceptar que tenemos instintos y somos producto del proceso llamado evolución nos repone en nuestro lugar de simios con las características de los otros simios (cazadores, combatientes, eróticos). Digo aceptar porque esto, en el campo de las ciencias del comportamiento, hace décadas que se ha verificado. De hecho, Darwin afirmaba que la diferencia entre humanos y otros animales es de grado, cuantitativa; no cualitativa”.
Una conclusión que podría implicar, quizás a largo plazo, cambios radicales, incluso a nivel legislativo. “Deberemos asumirnos como sociedades mixtas, formadas por distintos seres. Deberemos hacernos cargo del impacto que en la sentiencia y la cognición de esos seres tienen nuestras acciones. Y eso se deberá reflejar en nuestras leyes”, concluye el etólogo.
El tema es dónde está el límite, ya corrido (si bien tímidamente) hacia los otros primates. El orden ¿lógico? sería pasar luego hacia los mamíferos; primero los domésticos, luego los más simpáticos (delfines, ballenas, osos panda). ¿Se extenderá hacia otros menos simpáticos como roedores o murciélagos? ¿Llegarán a tener las promulgaciones de los derechos de la naturaleza (como las que figuran en la Constitución de Ecuador y en la Ley Nacional de Bolivia) la influencia que tuvo la Declaración de los Derechos del Hombre tras la Revolución francesa de 1789?
Al amparo de la ley
Otro asunto es tener o no tener una “teoría de la mente” de los animales; es decir, considerar que ellos también procesan la información como cualquiera de nosotros. Eso sería el fin de la idea del animal como autómata y el fin también –o al menos la restricción a algunos ámbitos– de cierto conductismo que indica que, en función de la información que se les aporte, ellos tendrán siempre la misma respuesta.
En su libro ‘¿Qué dirían los animales... si les hiciéramos las preguntas correctas?’ (Cactus), Vinciane Despret, filósofa de las ciencias belga, señala: “A lo largo de todas mis investigaciones, he constatado que los animales son acusados de falta de autonomía mucho más rápidamente que los humanos”, como si cada ‘Homo sapiens’ fuera un dechado de emancipación.
A poco que se recorra este camino, surgen preguntas sobre el nuevo estatus legal que podrían llegar a tener esos seres que sienten, qué clase de amparo legal se les debería garantizar, y si debiera catalogarse como “crimen a la naturaleza” el ataque a los lugares donde viven los animales con motivo de la expansión económica.
En esta línea, es paradigmático, incluso a nivel mundial, el caso de la orangutana Sandra, reconocida por la justicia argentina como sujeto de derechos, entre ellos a la vida y a la libertad, tras más de veinte años de permanecer en el zoológico de Buenos Aires. Una ONG presentó un ‘habeas corpus’ que fue denegado en primera instancia, pero que finalmente fue aceptado. Se la calificó como “sujeto no humano”.
Es decir, ya no es un objeto y tiene un nombre humano, como suele suceder cada vez con más frecuencia con los animales domésticos. En apariencia, y al menos según ciertas interpretaciones, no haría falta impulsar demasiadas reformas de las leyes para hacer efectivo este nuevo tipo de posicionamiento frente al universo animal. Por lo pronto, la organización de defensa de los derechos animales Peta (siglas en inglés de People for the Ethical Treatment of Animals) ya ha presentado querellas en tribunales de Estados Unidos con base en una de las enmiendas de la Constitución estadounidense.
Son principios que podrían aplicarse al bienestar de los animales destinados al consumo humano; de hecho, existen iniciativas para mejorar su calidad de vida antes de sacrificarlos. Un ejemplo es Escocia, en donde se dispuso la instalación de sistemas cerrados de televisión dentro de los mataderos para supervisar que la normativa funcione correctamente. De todos modos, se trata de casos aislados: supondría gran cantidad de recursos económicos llevar estas disposiciones a los casi 120.000 pollos, 3.000 cerdos y conejos, y más de mil vacas que, según cálculos, son sacrificados cada minuto en todo el mundo, sin contar especies marinas.
En ese contexto, parecen sumarse razones para el aparentemente progresivo aumento del vegetarianismo: ‘los animales sienten y sufren, corresponde éticamente no comerlos’. O incorporarlos a nuestra dieta, pero reduciendo en todo lo posible su sufrimiento, como propone el filósofo australiano Peter Singer.
Mientras tanto, el informe sobre la pérdida de biodiversidad lanzado el 6 de mayo por la plataforma intergubernamental Ipbes desde París es concluyente: el humano está acabando con la naturaleza a pasos agigantados. Si pensar en la proximidad entre seres humanos y animales implica también considerar el respeto al entorno natural que nos cobija, la pregunta es qué llegará antes, ¿el respeto jurídico integral a la naturaleza o su destrucción? Se abren las apuestas.
FUENTE: EL TIEMPO
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