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La ciencia también malinterpretó a las mujeres



Desde Darwin, quien sentenció que ellas eran inferiores intelectualmente, la ciencia se convirtió en una excusa para tomar decisiones políticas y culturales que las excluyeron. Una nueva oleada de estudios contradice varias ideas científicas que le han otorgado a la mujer un rol pasivo.


Ilustración: Óscar García

De las muchas cartas que salieron del escritorio de Charles Darwin desde su hogar en Kent, Reino Unido, hubo una que decía lo siguiente: “Ciertamente creo que las mujeres, aunque generalmente superiores a los hombres en las cualidades morales, son inferiores intelectualmente”. Las palabras de Darwin son la respuesta a un grito de auxilio que un mes antes le había enviado Caroline Kennard, líder de un movimiento feminista local. Cansada de sentir que todo lo que pedía era negado bajo el simple argumento de su supuesta inferioridad, ella decidió acudir a Darwin, ya un genio en 1881, para acabar con el debate. Pero lo que escribió el naturalista dejó el sinsabor de que él y su teoría de la evolución, de la que ha partido cómo nos entendemos hoy como humanos, ha rechazado a la mujer.

Esta idea de inferioridad intelectual de la mujer y sus supuestas diferencias con los hombres se convirtieron en la base aparentemente científica de muchas decisiones políticas y sociales. Se les negó el acceso a la educación, fueron relegadas del voto y por mucho tiempo se les pensó incapaces de tener un pensamiento matemático, entre otros estereotipos. La idea caló tan profundo, que incluso se vio en las mismas instituciones científicas.

A Marie Curie, una de las pocas científicas que lograron destacarse y que fue la primera persona en ganar dos premios Nobel, le negaron el ingreso a la Academia de Ciencias Francesa en 1911 bajo el argumento de que no se aceptaban mujeres. En 1974, el Premio Nobel de Física fue a parar a manos del radioastrónomo británico Antony Hewish, por identificar la primera radioseñal de un púlsar (un tipo de estrella). Pero hasta el día de hoy muchos argumentan que quien hizo el descubrimiento fue su alumna, la irlandesa Jocelyn Bell, a quien le estaba supervisando la tesis.

Sin ir más lejos, la semana pasada en la que se entregaron los Premios Nobel de Ciencia, ninguna mujer apareció entre los galardonados. De nuevo una cifra empezó a retumbar por las redes sociales: desde 1901 los hombres se han llevado el 97 % de los galardones científicos.

Pero la exclusión de la mujer de los ámbitos científicos, basada en la falsa idea de inferioridad, pudo tener consecuencias más allá de que ellas no obtengan galardones. Por años han sido los hombres los que se han hecho las preguntas, planteado los experimentos y publicado las respuestas, corriendo el riesgo de malinterpretar cómo se ha entendido biológica y evolutivamente a la mujer. Todo esto alimentando un círculo vicioso que vuelve a dar razones para excluir a la mujer de otros escenarios. Por lo menos esta es la tesis que maneja la periodista científica Ángela Saini en su libro Inferior: cómo la ciencia entendió mal a las mujeres.

Desde que nacen hasta que llegan a la menopausia, Saini explora algunos de los estudios más populares que se han publicado alrededor de las supuestas diferencias biológicas de los sexos (desde 2013 se han escrito alrededor de 30.000 artículos científicos sobre el tema). Habla con los autores de estos para conocer si pasados los años aún defienden sus argumentos y analiza la forma como se hicieron los experimentos. De alguna manera Saini construye dos versiones de la ciencia de los sexos: la que se había mantenido dominante y con el hombre como protagonista, y una que aún está surgiendo y que sugiere que, biológicamente, a la frontera de lo femenino y lo masculino no se le puede trazar una línea.

Entrar a conocer la historia de cómo la ciencia ha explicado a las mujeres es entrar a un camino que puede dejar contrariado, sobre todo para los que, mareados de los discursos políticos, hemos apostado por poner toda nuestra fe en la ciencia.

El debate sobre el tamaño de los cerebros, recuerda, quedó zanjado en 1925 gracias a la muerte de una mujer: Helen Hamilton Gardener. Siendo una “simple” profesora, Gardener empezó una cruzada contra uno de los fundadores de la Asociación Americana de Neurología, “todo un médico”, para que se refutara la idea de que el tamaño del cerebro tenía que ver con la inteligencia. La dimensión del cerebro, afirmaba ella, es relativa al tamaño del cuerpo y no a la capacidad para pensar, de lo contrario, tendríamos que dar por sentado que los elefantes son más inteligentes que los humanos.

Pero el golpe final vino con su muerte: Gardener donó su cerebro a una colección de cerebros de la Universidad de Cornell, Estados Unidos. Cuando lo midieron, a pesar de que sí pesaba casi 5 onzas menos que el cerebro masculino promedio, se dieron cuenta de que pesaba lo mismo que el cerebro de Burt Green Wilder, el científico fundador de la colección y reconocido como un hombre brillante por el gremio.

No obstante, para ese entonces a muchos científicos ya les había picado la curiosidad por encontrar otras diferencias entre los cerebros de hombres y mujeres. La tecnología y aparición de escáneres, además, lo hizo más seductor.

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