Estudian el primer fósil de una tortuga marina cargada de huevos
Los pacientes de radiología que cancelan sus citas en el tomógrafo computarizado del Hospital Universitario San Ignacio en Bogotá no alcanzan a imaginar que a veces el espacio que dejan vacío es aprovechado por otros seres provenientes del pasado profundo, ancianos de huesos muy frágiles necesitados de una detallada revisión interna. En efecto, gracias a la bondad del doctor Felipe Uriza, y su cooperación con el Centro de Investigaciones Paleontológicas de Villa de Leyva (CIP), por aquí han desfilado algunos de los fósiles más interesantes que ha producido la paleontología colombiana.
Uno de los más llamativos son los restos de 125 millones de años de edad de la que resultó ser la primera tortuga marina cargada de huevos encontrada en el mundo, y la más antigua, un hallazgo particularmente importante para entender la evolución, reproducción y ecosistema de estos primitivos reptiles, y los cambios de arquitectura que sufrieron sus cuerpos hasta que aparecieron las tortugas marinas vivientes. Este es el tipo de información que ayuda a los paleontólogos y biólogos a dibujar un mapa de causas y consecuencias medioambientales en la hoja de vida de una criatura, y crear formas de ayudar a su conservación, ya que las tortugas marinas están bajo la sombra de la extinción.
El fósil había sido descubierto hace una década por Juan de Dios Parra en las desecadas laderas montañosas entre Villa de Leyva y Sutamarchán, y meticulosamente preparado por su hermana Mary Luz, ambos curadores del CIP. No se halló el animal completo, sino su cavidad ventral, anidada entre un trozo roto de caparazón y el plastrón (la parte plana de la concha), albergando 51 huevos del tamaño de una pelota de golf.
La tortuga, que pertenece a la especie ‘Desmatochelys padillai’, vivió años guardada en los anaqueles del CIP. Y solo hace un par de meses fue descrita en la revista indexada británica ‘Palaeontology’, en un artículo encabezado por el profesor de la Universidad del Rosario doctor Edwin Alberto Cadena, codirector del nuevo programa Ciencias del Sistema Tierra y colaborador del CIP desde hace ocho años.
La tortuga embarazada –parienta lejana de las enormes tortugas laúd que se ven hoy en día, y que alcanzan los dos metros en el caparazón– estaba a punto de poner sus huevos en una playa de ese gran mar no muy hondo que en el Cretácico temprano se abría al océano Atlántico –un Atlántico bebé–, apenas recién formado, cuando ni siquiera se había alzado el macizo de los Andes y el agua bañaba el interior del continente. Pero no pudo hacerlo, y de alguna manera quedó atrapada entre un lodo rojizo rico en hierro y carbonato de calcio, albergando intactos casi todos los huevos en el interior de su vientre, como reveló el TAC del San Ignacio.
“Este fósil es importante porque los huevos están muy bien preservados, y por eso pudimos ver que su cáscara era rígida, como en las tortugas de tierra, y no flexible y suave como en las tortugas marinas modernas”, explica el paleontólogo Cadena, quien ha hecho importantes contribuciones en este campo de la evolución de los grandes reptiles, incluyendo la famosa Titanoboa del Cerrejón, la serpiente más grande registrada hasta ahora. “Alguien podría pensar que los huevos se volvieron rígidos durante el proceso de fosilización, cuando el animal básicamente se convirtió en roca, pero pudimos demostrar que lo que se preservó fue la rigidez original de la cáscara”. De hecho, algunos de los huevos aún conservan cristalizados trozos de clara y yema.
Determinar las características del cascarón a ese nivel de detalle fue posible gracias al uso de varias técnicas, aparte del TAC. “Tomamos un pedacito muy pequeño de uno de estos huevos y usamos microscopía electrónica de barrido acoplada a un detector de análisis elemental y así mapeamos el carbono, nitrógeno, oxígeno, calcio y el fósforo de la cáscara”, dice Cadena. “Esa misma prueba la hicimos también en la roca madre, donde el espécimen se preservó, y pudimos comparar las diferencias. Entonces pudimos ver el nivel de posible contaminación que puede haber a través del proceso de fosilización, lo que hace importante el uso de esta técnica para demostrar contaminación en los fósiles”.
En otro análisis, los huevos se observaron usando la técnica de cátodoluminiscencia, con la cual se buscaba evaluar cómo era la estructura de los minerales calcita y aragonita presentes en la cáscara de los huevos, y si había cambiado con el paso del tiempo. “Lo que concluimos es que la alteración es mínima, o sea que podíamos establecer que la rigidez de la cáscara era original y que esos mismos minerales se encuentran en los huevos de ahora, solo que su estructura cristalina es distinta. Es como los diamantes y el grafito: tienen los mismos ingredientes, pero uno es duro y el otro, blando”.
Una vez establecido el hecho de los huevos con la cáscara rígida, la pregunta que surge es para qué necesitaría una antigua tortuga marina semejante protección. “Sugerimos que este desarrollo es el resultado de una adaptación dictada por los atributos físicos del lugar de anidación”, escriben los autores del estudio. Es decir, la respuesta de la tortuga a tener que vivir en esas crueles aguas costeras de hace 125 millones de años, abundantes en depredadores playeros y reptiles marinos intimidantes que rivalizaban en ferocidad y complejidad con los dinosaurios terrestres.
Hoy en día, los depredadores naturales de los huevos de tortuga son las aves y cangrejos, animales mucho más pequeños que ejercen menos presión que los plesiosaurios de antes, y por eso la reproducción fue cambiando de forma acorde. “En este caso, la rigidez de los huevos parece ser controlada más por eso que por la herencia”, anota el profesor Cadena.
Quizá el mensaje para recordar es que un humilde huevo de tortuga puede contarnos importantes detalles acerca del tejido que forma el tiempo profundo. Desde quién nadaba con quién y quién se engullía a quién, hasta cómo se comportaba el clima. Y las lecciones no paran allí porque, así como la evolución es un ingeniero que constantemente rediseña sus planos, también hay cosas que no necesitan cambiar, como por ejemplo el número, forma y tamaño de los huevos que ponen las tortugas del pasado y el presente.
FUENTE: EL TIEMPO
Uno de los más llamativos son los restos de 125 millones de años de edad de la que resultó ser la primera tortuga marina cargada de huevos encontrada en el mundo, y la más antigua, un hallazgo particularmente importante para entender la evolución, reproducción y ecosistema de estos primitivos reptiles, y los cambios de arquitectura que sufrieron sus cuerpos hasta que aparecieron las tortugas marinas vivientes. Este es el tipo de información que ayuda a los paleontólogos y biólogos a dibujar un mapa de causas y consecuencias medioambientales en la hoja de vida de una criatura, y crear formas de ayudar a su conservación, ya que las tortugas marinas están bajo la sombra de la extinción.
El fósil había sido descubierto hace una década por Juan de Dios Parra en las desecadas laderas montañosas entre Villa de Leyva y Sutamarchán, y meticulosamente preparado por su hermana Mary Luz, ambos curadores del CIP. No se halló el animal completo, sino su cavidad ventral, anidada entre un trozo roto de caparazón y el plastrón (la parte plana de la concha), albergando 51 huevos del tamaño de una pelota de golf.
La tortuga, que pertenece a la especie ‘Desmatochelys padillai’, vivió años guardada en los anaqueles del CIP. Y solo hace un par de meses fue descrita en la revista indexada británica ‘Palaeontology’, en un artículo encabezado por el profesor de la Universidad del Rosario doctor Edwin Alberto Cadena, codirector del nuevo programa Ciencias del Sistema Tierra y colaborador del CIP desde hace ocho años.
La tortuga embarazada –parienta lejana de las enormes tortugas laúd que se ven hoy en día, y que alcanzan los dos metros en el caparazón– estaba a punto de poner sus huevos en una playa de ese gran mar no muy hondo que en el Cretácico temprano se abría al océano Atlántico –un Atlántico bebé–, apenas recién formado, cuando ni siquiera se había alzado el macizo de los Andes y el agua bañaba el interior del continente. Pero no pudo hacerlo, y de alguna manera quedó atrapada entre un lodo rojizo rico en hierro y carbonato de calcio, albergando intactos casi todos los huevos en el interior de su vientre, como reveló el TAC del San Ignacio.
“Este fósil es importante porque los huevos están muy bien preservados, y por eso pudimos ver que su cáscara era rígida, como en las tortugas de tierra, y no flexible y suave como en las tortugas marinas modernas”, explica el paleontólogo Cadena, quien ha hecho importantes contribuciones en este campo de la evolución de los grandes reptiles, incluyendo la famosa Titanoboa del Cerrejón, la serpiente más grande registrada hasta ahora. “Alguien podría pensar que los huevos se volvieron rígidos durante el proceso de fosilización, cuando el animal básicamente se convirtió en roca, pero pudimos demostrar que lo que se preservó fue la rigidez original de la cáscara”. De hecho, algunos de los huevos aún conservan cristalizados trozos de clara y yema.
Determinar las características del cascarón a ese nivel de detalle fue posible gracias al uso de varias técnicas, aparte del TAC. “Tomamos un pedacito muy pequeño de uno de estos huevos y usamos microscopía electrónica de barrido acoplada a un detector de análisis elemental y así mapeamos el carbono, nitrógeno, oxígeno, calcio y el fósforo de la cáscara”, dice Cadena. “Esa misma prueba la hicimos también en la roca madre, donde el espécimen se preservó, y pudimos comparar las diferencias. Entonces pudimos ver el nivel de posible contaminación que puede haber a través del proceso de fosilización, lo que hace importante el uso de esta técnica para demostrar contaminación en los fósiles”.
En otro análisis, los huevos se observaron usando la técnica de cátodoluminiscencia, con la cual se buscaba evaluar cómo era la estructura de los minerales calcita y aragonita presentes en la cáscara de los huevos, y si había cambiado con el paso del tiempo. “Lo que concluimos es que la alteración es mínima, o sea que podíamos establecer que la rigidez de la cáscara era original y que esos mismos minerales se encuentran en los huevos de ahora, solo que su estructura cristalina es distinta. Es como los diamantes y el grafito: tienen los mismos ingredientes, pero uno es duro y el otro, blando”.
Una vez establecido el hecho de los huevos con la cáscara rígida, la pregunta que surge es para qué necesitaría una antigua tortuga marina semejante protección. “Sugerimos que este desarrollo es el resultado de una adaptación dictada por los atributos físicos del lugar de anidación”, escriben los autores del estudio. Es decir, la respuesta de la tortuga a tener que vivir en esas crueles aguas costeras de hace 125 millones de años, abundantes en depredadores playeros y reptiles marinos intimidantes que rivalizaban en ferocidad y complejidad con los dinosaurios terrestres.
Hoy en día, los depredadores naturales de los huevos de tortuga son las aves y cangrejos, animales mucho más pequeños que ejercen menos presión que los plesiosaurios de antes, y por eso la reproducción fue cambiando de forma acorde. “En este caso, la rigidez de los huevos parece ser controlada más por eso que por la herencia”, anota el profesor Cadena.
Quizá el mensaje para recordar es que un humilde huevo de tortuga puede contarnos importantes detalles acerca del tejido que forma el tiempo profundo. Desde quién nadaba con quién y quién se engullía a quién, hasta cómo se comportaba el clima. Y las lecciones no paran allí porque, así como la evolución es un ingeniero que constantemente rediseña sus planos, también hay cosas que no necesitan cambiar, como por ejemplo el número, forma y tamaño de los huevos que ponen las tortugas del pasado y el presente.
FUENTE: EL TIEMPO
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