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El mapa que relaciona a la gente con la biodiversidad y la guerra



La mayoría podemos coincidir en que el tigrillo es adorable. Pequeño en tamaño, de ojos como canicas, un gato disfrazado de leopardo. Su imagen aparece en varios de los afiches de parques nacionales, recordándonos por qué es importante conservar el medioambiente. Cuando le pregunto a mis compañeros de trabajo, que viven en Bogotá, les parecen tiernos.ITTER
Pero no para Arialdo. De pie, en una caseta llena de insumos para cultivar y junto a un mapa de Los Alpes trazado con lápiz, dice: “el tigrillo para mí es una plaga, porque me ha hecho daño”. Señala el lugar en el que, hace tres años, un tigrillo le mató 31 gallinas.

 “Y no se las comió”.


“¿Y si se las hubiera comido?”, le pregunta Diana.

“Hubiera sido más agradable, pues porque es igual que con las personas: yo de cazador mato solo cuando necesito comer, pero hay personas que matan por matar. ¡El tigrillo… no se puede contener! Eso me parece maluco”.

“Por eso lo clasifica como plaga”, añade Camila.

“Sí”, dice Arialdo. “Nosotros llamamos plaga a lo que no nos beneficia”.

Mientras habla, Diana y Camila escriben en los márgenes del mapa.

“¿Y qué animal es el que más le gusta?”, le pregunta Diana.

“El berriador o gallo roca”.

“¿Y ese por qué le gusta?”

“Por el color”.

Y así sigue la conversación. Las dos mujeres preguntan y Arialdo responde: cuenta que le gusta más el sabor del cachicamo (armadillo) que el de la lapa (también llamado paca común); cuenta de la gente que vivía de cazar en la zona, antes de que los enfrentamientos entre las guerrillas y el ejército los obligara a dejar sus casas; dice que desde que pasó el conflicto ya casi no quedan cusumbos en la zona, “he visto dos, pero yo digo que es el mismo que lo vi dos veces”. Las antropólogas rayan los mapas con lo que cuenta, escribiendo historias, marcando lugares.

En cierto momento, Arialdo discute sobre el croquis. Las cabeceras de los ríos están mal ubicadas. Con un lápiz redefine los límites de las regiones hasta que se ajustan a lo que él mismo ha caminado.

“¿Satisfecho?”, le preguntan las antropólogas.

“¡Es que yo me conozco esto!”.

Hay tanta violencia que ya no cabe en el mapa
Antes de esto, tuve mucho tiempo para hablar con las dos antropólogas de la Universidad del Rosario que participan en este proyecto, Diana Bocarejo y Camila González. El trayecto a los sitios en los que trabajan es largo, con caminatas de una o dos horas hasta casas en el piedemonte, recorridos en carro por trochas por las que difícilmente podría andar algo que no sea un caballo o una 4x4. 

¿Pero qué es lo que hacen?

Las expediciones de Colombia Bío, que se centran en “fortalecer los conocimientos de la biodiversidad del país” y en el que Colciencias ha invertido casi 12.000 millones de pesos explorando las zonas más remotas, ya han estado andando por casi dos años. “A nosotros nos empieza a interesar mucho esta oportunidad que se abre con las expediciones Colombia Bío, de llegar a lugares donde no era fácil llegar y donde las dinámicas del conflicto hacían difícil entender qué estaba pasando ahí en términos sociales, en esa relación entre la gente y la biodiversidad”, dice Alejandra Osejo, antropóloga del Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt.

Así nace, desde el Instituto Humboldt y con la Universidad del Rosario, un estudio social paralelo a la expedición biológica a Chingaza que se realizó este año. Se divide en dos partes: primero, un proyecto de gobernanza que estudia las dinámicas de alcaldías, corporaciones e instituciones a la hora de regular temas ambientales. 

Por el otro lado, se hace un proyecto de etnografía. Consiste principalmente en entrevistar a quienes viven por el perímetro oriental de Chingaza (Toquiza, Miralindo, Periquito y Los Alpes) y “tratar de entender la vida misma de las personas, que está completamente enmarañada con esas montañas, esos ríos, esos animales”, es como lo expresa Diana Bocarejo.

“Con estos estudios podemos entender la relación de la gente con el ambiente, cómo se transformó con el conflicto armado; y, principalmente, nos permite proyectar el futuro de estas comunidades en relación con la biodiversidad de forma positiva”, dice Osejo.


Mientras los biólogos están muestreando las zonas más remotas del parque Chingaza, guardando peces y anfibios en frascos, Diana y Camila –parte de un equipo de cinco antropólogos– visitan los veredas y caseríos que se alzan en las montañas cercanas. Tienen grabadoras, libretas y un mapa que cuidan con su vida, sobre el cual la gente dibuja sus recuerdos: dónde cazaban, quién vivía allá, por dónde crece cacao y por dónde palma...

“Hay mucho que estudiar sobre cómo se piensa el cuidado, la migración, la comida”, dice Diana. “Y alrededor de esto hay un montón de cosas. ¡Mil cosas, mil historias!”.

“Por ejemplo, uno de los personajes nos decía que uno de los animales que más apreciaba era la mula”, cuenta Camila, “porque, él estando borracho, la mula lo llevaba incluso sin luz hasta donde fuera”. La relación con el agua se hace evidente en la historia de doña Lucila, que se negó a salir de su casa durante ocho meses porque no quería cruzar los ríos crecidos de Toquiza, mientras que el hecho de que mucha gente impida a los cazadores perseguir las aves de su finca habla sobre la idea de conservación. Acompañando a ambas antropólogas, escuché de estas personas desde consejos de ganadería y cuentos de espantos hasta propuestas detalladas sobre cómo solucionar problemáticas ambientales.

También escuché varias historias sobre la guerra.

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Los Alpes parece un pueblo fantasma: el número de habitantes que se ven en la calle se queda corto ante el número de casas que hay; muchas están abandonadas, otras en ruinas. Los Alpes es un ejemplo de lo que pasa cuando el medioambiente, la gente y el conflicto chocan en un mismo punto.

Desde los noventa pasaron por la zona las Farc, el Eln, paramilitares y el mismo ejército. Que lo cuente Arialdo, que se acuerda de todo: “En este campamento estuvo secuestrado el periodista Chiva Cortés”, “cada semana mataban un animal para alimentarse”, “hicieron destrucción de viviendas”...

“¿Y qué más daños hicieron?”, le pregunta Diana.

Arialdo hace una pequeña pausa antes de decir: “matar personas”. Habla sobre eso también.

Cuando termina la entrevista, más de dos horas después, Arialdo sale con machete en mano a terminar de recoger el cacao de sus tierras. Diana, Camila y las dos estudiantes (Manuela y Natalia) se quedan en la caseta. “Es una tristeza que esto ocurra”, dice Diana, mirando todo lo que han escrito: relatos de violencia a los márgenes, asesinatos sobre el croquis del pueblo, movimientos de tropas, bombardeos, masacres. “Hay tanta violencia que ya no cabe en el mapa”.

Su grabadora está llena de entrevistas como esta que, con suerte, darán resultados que ayudarán a las personas que toman las decisiones en estos lugares e incluso a la gente de las comunidades. Ese es el trabajo. Como dice Camila, es “escuchar lo que la gente tiene para decir”. Y sobre el campo, sobre sus hábitos, sobre sus vidas y sobre la violencia tienen mucho más que decir que las especies de la región.

Aparte del informe final del proyecto, se planea entregar líneas de tiempo para cada vereda; cartografías que muestren viviendas, lugares importantes, ríos y árboles significativos, pájaros de la región y demás; un libro con ilustraciones e historias de las veredas. “Por ejemplo, el cómo pensar en un mico maicero es pensar en cuando a los niños los mandaban a cuidar el maíz para que el mico no se lo comiera”, cuenta Diana.

La expedición social a Chingaza no es la única: el Instituto Humboldt está trabajando con el mismo enfoque en las expediciones de Colombia Bío en Santander.


FUENTE: EL TIEMPO

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