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La biología del miedo

Las emociones constituyen una parte fundamental de nuestra experiencia: adhieren color a nuestros estados mentales e influyen en nuestras conductas. También son claves para nuestra memoria, para tomar decisiones, para ayudarnos a evitar el dolor y a buscar el placer.



En todo aquello que nos resulta importante están involucradas las emociones. Entre ellas, una se destaca porque es la única que no puede posponerse: el miedo. Podemos definir el miedo como un estado emocional negativo generado por el peligro o la agresión próxima. Como tenemos que responder al miedo de manera inmediata, siempre se halla privilegiado en relación a otras emociones.

¿Cómo podríamos caracterizar la secuencia de eventos que nos suceden cuando sentimos miedo? Imaginemos el caso extraordinario de que un tigre hambriento entra en nuestra casa. ¿Qué es lo primero que nos sucede?

Sin dudas, los cambios en nuestro cuerpo como el aumento de la frecuencia cardíaca y la sensación de terror y pánico. Estos últimos dos procesos son diferenciables: el primero podemos medirlo de manera objetiva; el segundo, a través de un autorreporte que nos brinda la misma persona que lo experimenta, es decir, del procesamiento de la emoción.

Los humanos, además, contamos con un sistema más elaborado para protegernos: la ansiedad. El miedo (detectar y responder al peligro) es común entre las especies. Sin embargo, la ansiedad (técnicamente se llama así a un estado emocional negativo en el que la amenaza no está presente, pero es anticipada) depende de habilidades cognitivas que solamente han sido desarrolladas en el humano. Esta característica es posible gracias a que tenemos el poder de revisar el pasado y proyectar el futuro.

Es así que podemos pensar varios escenarios posibles en el futuro y recrear, a la vez, hechos que podrían haber ocurrido pero que no existieron realmente. Esta capacidad de proyección sobre el pasado y el futuro le ha otorgado a los seres humanos un instrumento crucial para su supervivencia: resolver antes de que sea tarde, prepararse antes de que el peligro se haga presente.

Pero, ¿qué pasa cuando experimentamos ansiedad frente a eventos que no son peligrosos en sí mismos?

La ansiedad genera que, ante riesgos imaginarios, el sistema de alarma igual se dispare. Un ejemplo clásico es el siguiente: supongamos que estamos caminando por la calle y, de repente, aparece un ladrón que nos amenaza y nos roba la billetera. En esa vivencia experimentamos cambios corporales concretos como respiración agitada, palpitaciones, sudoración, entre otros síntomas. Esa reacción es el miedo. Un tiempo después, estamos caminando por el mismo lugar y, aunque nadie nos amenace ni nos robe, nos preocupa encontrarnos con un ladrón. Entonces, la experiencia de transitar por ese mismo camino nos llena de preocupación. Se trata del miedo y de la ansiedad, dos emociones claves para los seres humanos.

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